miércoles, 14 de mayo de 2008

Crónica privada para Juan Carlos Dávila

Sólo quería compartir con ustedes algo de nuestra pequeña historia penquista y mirista.

El miércoles 30 de abril por la mañana, me llamó mi amigo Jano Gigante -heredado de mi relación de pareja con Patricio Rivas-. Este querido y bondadoso hombre de 1,85 mts. de altura, contextura robusta y desplazamientos ágiles y tiernos, me informaba que venía al puerto porque Juan Carlos Dávila se estaba muriendo de cirrosis. Nunca, en los 15 años en que somos amigos, habíamos puesto en lugar común, nuestra amistad con Juan Carlos. Para que vean que los miristas no somos pegados con el pasado.

Para Jano Gigante, Juan Carlos era un compañero de la resistencia muy especial y querido. Lo conoció a mediados de los 80s, luego que éste iniciara su vida clandestina. A partir de esos años, estuvo involucrado en muchas situaciones de riesgo vital y se salvó de cada una de ellas como un gato. Ahora, estaba convertido en uno de esos felinos callejeros, que caminan y se mueven lento, que tienen más de un hueso fuera de lugar, marcas de cicatrices visibles, una mirada que ve más allá de lo que permite la vista normal, y rabietas y frustraciones en el hígado.

El año 1982, cuando entré a la Universidad de Concepción a estudiar Leyes, Juan Carlos, como decía él, "estaba matriculado" en la Escuela de Filosofía. Siempre se arriesgó más de lo necesario, nunca pasó inadvertido, en momentos en que todos éramos muy cautos y sólo nos movíamos en grupo, él era más que visible. Medía 1,90, tenía melena castaña hasta los hombros y unas pestañas que cualquier mina se hubiese querido. Imposible pasar inadvertido, pero no sólo por su porte, sino por su decisión y actitud corporal. Fue mi primer y efímero pololo en mi vida de estudiante. Lo habían apodado Tati porque "se parecía" a un travesti homónimo que cantaba -o hacía que cantaba-, en un local que quedaba cruzando el puente viejo a San Pedro.

Fue el primer expulsado de la Universidad de Concepción en la década del 80. Luego de esto, en 1983, comencé a tener noticias suyas que eran misteriosas, incompletas y a veces increíbles, pero sabiendo de su carácter, podía imaginar su veracidad; que estuvo 20 días en la CNI, que se negó a comer en la cárcel porque la comida era muy mala y dio la orden a todo su grupo de abstenerse de hacerlo, que se escapó por unos techos en el puerto, que anda en España con el equipo del Gato y la ETA, en fin, varios otros cercanos a los mitos y leyendas. El día de año nuevo de 1996, en una fiesta en casa del Tabo y con varios amigos retornados del exilio, alguien me habló. Era un adulto-joven que estaba sentado. Tenía el pelo corto, vestía saco y creo que también corbata. "Yo te conozco, soy Juan Carlos Dávila". Le repliqué inmediatamente; "imposible, tu no eres el Tati, él es guapo, muy alto y delgado y tú, tu eres un señor". Pobre, se sonrió con ternura, pero como yo lo decía en serio, presumo que debo haber herido su ego, al menos por un rato. Luego, nos fuimos con Jano Gigante y el Tati a bailar a otra fiesta y yo, cual Cenicienta y sin aviso, desaparecí y no lo volví a ver nunca más hasta este miércoles recién pasado en el Sanatorio de Valparaíso.

Me fui a despedir de él. En la pieza de enfermos sólo había viejitos y este hombrón resaltaba no sólo porque el catre le quedaba chico, sino también porque su mirada de niño incomprendido y rabioso y su clara resistencia a la muerte eran más que visibles. Lo que sobresalía bajo las tapas, era una enorme barriga del alimento que ahora era veneno en su cuerpo. Estaba con él la secretaria histórica de los Intendente/as de Valparaíso. Una señora formal, que lo retaba con mucha -demasiada-, ternura. No pregunté mucho, pero claramente lo había adoptado como hijo hace ya mucho tiempo o tal vez era un amor no declarado. Llegué corriendo y saltándome todas las normas del hospital. Era la única manera. Nos vimos y le dije: "Hola, soy la Paulina Soto, de la U. de Concepción". Y me sonreí interiormente pensando que me diría, "mentira, no puedes ser la Paulina Soto, ella era joven y sin arrugas". No dijo nada de eso, se alegró mucho y comenzó una seguidilla de bromas respecto de cualquier tema que conversáramos. Ya hablaba con mucha dificultad, pero eso no le evitó, llamar con voz potente al enfermero jefe de sala, para reclamarle que sus visitas venías de lejos y que nos dejara permanecer con él hasta más tarde. El enfermero le respondió juguetón y condescendiente: "Calma Juan Carlos Dávila, está todo conversado con las damas". Luego, vino la pataleta con la sopa de arroz, "No me tomo ni cagando esta cosa asquerosa, me quiero comer un asado y tomar un copete. No comí saliendo de la tortura ni en la cárcel, menos me voy a comer esta cosa insípida acá". En fin, seguía siendo el mismo guerrero suicida. También me quedó claro que si algo nos salvó de la maldad, fue el sentido del humor.

Cuando ya llegaba la hora de irme, levantó las tapas de un tirón, giró dificultosamente sobre su trasero y con un dolor inconmesurable en el rostro, pero que no expresó en sonido alguno, se sentó en la cama. Le puse las babuchas y le dije que yo era como los coligües, delgada pero resistente, entonces que se afirmara con confianza. Cuando logró poner un pie en el suelo estaba exhausto, luego vino el segundo y no pasó un micro segundo en que estaba parado frente a mí y mi impresionó que era realmente más gigante que Jano Gigante. Me dije, "éste hombre no quiere morirse ni por casualidad". Un viejito se acercó raudo a correrle unos obstáculos y yo le ofrecí acompañarlo por el pasillo al baño. Me miró muy orgulloso y me dijo "yo todavía soy muy vanidoso y preferiría que no me vieras quejándome". Vale, nos dimos un tremendo abrazo con inmenso cariño. Ahí había más ternura y delicadeza de la que muchas personas de esas características físicas pueden exhibir y por supuesto, escondida detrás de su característica amalgama de palabras ácidas y rabiosas. Demoramos la retirada y estuvo parado y afirmado en la mesita de cama, contándome de su libro, que no era la gran maravilla, pero que le había servido para vaciar algo de su vida en sus varios intentos de terapia. Que quería que yo lo tuviera. Así de pie, como 30 centrímetros por sobre mi cabeza, estaba la cabeza de Juan Carlos –que ya había dejado de ser el Tati, melenudo y acelerado- y sus ojos, ahora amarillos por la ictericia, me indicaba que estaba completamente contaminado. Me verbalizó su emoción y agradecimiento y me fui con unas ganas locas de gritarle consignas de ánimo por las ventanas del hospital.

Quedé de llamarlo temprano por la mañana, porque me internaría todo el fin de semana en el Valle del Elqui donde no tenía señal telefónica. Efectivamente lo llamé a las 7 de la mañana del jueves y ya estaba con mucho dolor. Le dije que debía dejar de resistirse y entregarse al descanso, que ya había resistido toda su vida y que ahora tocaba soltar. Me dijo que ya, pero llorando. Le prometí que lo llamaría volviendo a la civilización, pero con la certeza que ya no estaría para contestar. Nos despedimos y cortamos. Llamé el domingo en cuanto recuperé señal y allí estaba Jano Gigante que me informaba que había entrado en coma poco antes y que lo acompañaría hasta el final. “Dile al oído que lo llamé y que le mando un abrazo de despedida”. El lunes, a las 8:53 un mensaje de texto en mi celular decía: “Querida mía…ya Juanca desplegó sus hermosas alas y voló lejos”.

A mediados de los 80s, él y su novia de la época, fueron detenidos, torturados y ambos violados. Eran jóvenes y guapos. Ninguno de los dos se recuperó de eso. Se perfectamente que los daños que portamos de nuestras propias vidas antes de la dictadura, influyeron tanto como estas marcas en nuestra personalidad de adultos, pero lo que es evidente es que a algunos les rayaron el cuerpo con demasiada crueldad, es algo que no podemos olvidar. Juan Carlos me contó que había hecho una crisis psiquiátirica años antes y que se lo había tomado todo, desatando este lento y resistido suicidio.

Bien, les mando un igualmente apretado abrazo y los quiero mucho. Cuídense mucho.

Paulina Soto Labbé

1 comentario:

Unknown dijo...

No logré despedirme del Juan Carlos en persona, sin embargo tiempo después de su partida nos encontramos en un sueño por ahí en la madrugada, saltabamos las rejas de un estadio de fútbol, sentados en las graderías nos reconocemos y entonces pude decirle que acá seguimos un pico más viej@s, un poco más tristes. Hasta siempre compañero.