miércoles, 14 de mayo de 2008

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Juan Carlos Dávila León arribó a este mundo en la soleada primavera de 1963. Sus primeros berrinches de prometedor rebelde los dio en Valparaíso. Dónde sino en el Puerto; en la más rebelde de las topografías y en la más pecaminosa de las sociabilidades. Así, entre cerros y quebradas, entre escaleras y plazas, nuestro aprendiz de carnavalero, dio sus primeros pasos: carromato lanzado al vacío, pichanga de pierna fuerte, escuelita con número y patota de pinganillas.

Fue en estos ámbitos donde integró, con particular intensidad, los ritos de la masculinidad; aquellos que aún hoy día exterioriza abiertamente, y que, en el pasado reciente, lo modelaron en éticas y estéticas agresivas.

Yo lo conocí a comienzos de la década de 1980, cuando «Sotito» —como lo llegamos a conocer los más cercanos—, intentaba infructuosamente escaparse, por última vez, del Liceo. Para ventura de sus profesores y desgracia de la Dictadura, alcanzó esa meta con honores en 1981. Nuevos escenarios, nuevos derroteros. Al fin a tiro de cañón para la Guerra; la de verdad; la Popular y Prolongada. Esa que a punta de barricadas, piedras y molotov —y uno que otro cuetazo y tunazo—, comenzamos a recorrer a partir del año 1983. Y, en esos avatares, el «Soto» destacaba entre los más osados. Siempre primera línea; nunca mucha discusión; «primero el combo y luego vemos». Y como todo no va ser puro sufrir, también esta «El Triunfo», «La Asturiana» y «El Brasil». Siempre radical. Hasta que se acaben las monedas solidarias o hasta que los revolucionarios no se sostengan en pie.

Así, interminablemente: de cerros a callejones, de campus a barricadas, de conspiraciones a acciones, de revueltas a reventones. Hasta la mañana del 10 de agosto del ’84. Como diría «Sotito»: «Todos a los vestuarios». Nos cayó la pálida y nos cayó con todo. El par de pendejos botados a revolucionarios, primero a la «máquina» y después al «chucho». La Escuela de la «Cana» nos dio de todo: grandes amistades, grandes enemistades; momentos de iracunda rebeldía, momentos de doloroso recuerdo; anécdotas imborrables y pasajes de cotidianeidad para el olvido. Y el «Soto», nuevamente ahí. Dirimiendo conflictos (estratégicos y cotidianos) a puñete limpio y acerando la conciencia para la Guerra de verdad; si, la misma de antes; la Popular y Prolongada.

Concluido el ciclo «formativo», cada uno a su «puesto de combate». El «Soto» a pelear las guerras del mundo. Todas. El único requisito: que sean Populares y Prolongadas; mientras más prolongadas, mejor. Y se le fue la vida en ello —no literal, pero muy cerca de ello—. Se le fue la juventud, se le fue la familia, se le fue la sobriedad y en ocasiones se le fue la cordura. No obstante las heridas —duras y profundas—, aún retiene algo que lo distingue y que le respeto: Ese puto coraje de huevón erguido, capaz de agarrarse a combos hasta con la muerte. Quien sino un porteño como el «Soto» —cuyo único defecto es ser wanderino—, podría, después de tanto golpe y costalazo, levantar nuevamente la cabeza, mirar a la bahía y decir con el aplomo de los irreductibles: «¡vamos a darle de nuevo!».

Igor Goicovic Donoso